¿A qué estamos asistiendo en las protestas desatadas en Minneapolis luego de la muerte de George Floyd y en las revueltas del hambre en Santiago de Chile? A nivel sociológico ellas revelan que nuestros tiempos, en esta así llamada fase dos del régimen del corona-virus, se basan en un desequilibro estructural que la pandemia no puede más que profundizar. Recordemos que el año pasado, el 2019, fue un año de levantamientos, huelgas y protestas en todo el mundo. De hecho, desde el inicio de la primavera árabe en 2011 hemos visto un crecimiento anual de las protestas de circa el 11%. Aún así, no vivimos solamente en una época de revueltas o en un período en el que los jóvenes de España en 2011 han definido como “sin futuro”, esta sería una descripción muy débil de nuestra época. Vivimos sobre todo en un mundo donde no existe más un claro principio hegemónico y en un momento histórico en el que a muchos les parece que el status quo liberal está amenazado. Los nuevos lideres populistas, como Trump y Bolsonaro, profundizan la vía del ocaso y la anarquía, mientras los tentativos de la izquierda tradicional de encontrar un nuevo camino han fracasado miserablemente con Corbyn y Sanders. El desorden es nuestra nueva normalidad.
Si vamos más allá de la sociología que está detrás de esta nueva normalidad, que ya vemos que nos arrastra al caos, podemos caracterizar esta segunda fase de la pandemia como un período de reproducción de esta vida. En otras palabras, como un modo para salvaguardar la vida que conocemos y que puede ser descripto como una politización de la lucha para la supervivencia. Esta vida es la vida que el pueblo en 2019 buscaba poner en cuestión y destituir, viviendo y exigiendo otra vida, puesto que esta vida –que cada vez más se identifica con la vida de la civilización industrial y capitalista– si no se está dirigiendo hacia su fin, está ciertamente signada por su decadencia.
Mi uso de la expresión esta vida quiere ser una evocación del reciente libro del célebre filósofo sueco Martin Hägglund, This Life: Secular Faith and Spiritual Freedom. Este libro es la continuación del compromiso de Hägglund desarrollado en su precedente Radical Atheism para llegar a una comprensión completamente secular de la vida como algo que es y debe ser agotado en aquello que él llama el “tiempo de la supervivencia”. Esto es esencial, porque la comprensión del tiempo como tiempo de la supervivencia es posible sólo en un mundo donde la vida se reduce a una lucha por la supervivencia, y donde la muerte, y todavía más, la extinción, devienen posibilidades reales. Sabemos que la noción de vida como algo que debe luchar por su propia supervivencia no es una concepción neutral de un proceso biológico. Es una politización de la concepción darwiniana de la evolución y, aún más, una identificación de la vida con un bien escaso que debe ser defendido.
Algunos sostienen que la comprensión de la vida como algo que debe luchar y trabajar cada vez más por su supervivencia ha sido posible por el modo de producción capitalista. Adorno ha llegado a sostener en Jargon der Eigentlichkeit [La jerga de la autenticidad] que la deslegitimación de la inmortalidad –iniciada con Heidegger y, según Hägglund, llevada a su culminación por Derrida– es un claro signo de la victoria del pensamiento burgués. (Y parece lógico interpretar el proyecto de Hägglund como un renacimiento de la Endlichkeitsmetaphysik [metafísica de la finitud] de Heidegger en traje marxista). Otros describen la reducción de la vida a la supervivencia como una caída en esto que falsamente se piensa deba caracterizar la existencia y la civilidad humana. Desde esta perspectiva, hay una caída, una decadencia, un error, puesto que podemos experimentar que la vida no es esto que debería o podría ser. Pero quiero ser claro: la reducción de la vida a la supervivencia no es un proceso ilusorio. No es un discurso simplificador, es un proceso real, en un cierto sentido es un hecho. Aún así, los hechos, también aquellos biológicos, pueden ser afrontados y cambiados. Así, si Hägglund, como heredero de Derrida, hace todo lo posible para transformar al marxismo en un mecanismo para la defensa de una vida finita –una repetición del Weltanschauungsmaterialismus [visión del mundo materialista] de la Segunda Internacional en un mundo en el que el movimiento obrero está muerto– otras nociones tanto del tiempo como de la vida pueden ser más productivas para aquellos que ponen en discusión la reducción de la existencia a una lucha por la supervivencia.
Hoy, en esta época que algunos han definido como aquella de una nueva peste, la noción de vida como supervivencia parece concretarse de un modo violento. ¿Qué son las protestas en Minneapolis, si no son una lucha contra la muerte y el asesinato de vidas inocentes, y por lo tanto, una defensa de esta vida? ¿Estamos seguros de que las protestas y el movimiento de los comedores comunitarios en Chile contra las consecuencias de la pandemia por los pobres, esto es contra el hambre, no son algo más que el cuidado de una vida finita?
¿Estamos quizás asistiendo a un cuidado generalizado de esta vida y por lo tanto de la vida normal, la cual no puede vivir sin un salario, sin dinero, sin aquella civilidad industrial que según algunos biólogos y epidemiólogos hace posible enfermedades zoonóticas como el Covid-19? No. Las protestas y las redes de mutuo socorro que estamos viendo formarse no son en sentido alguno simples defensas de esta vida.
Son la expresión de la necesidad de una nueva forma de vida que queremos llamar vida eterna o por lo menos una vida más allá de la vida, puesto que está más allá de la reproducción de un orden que cada vez más está reduciendo la existencia humana a la supervivencia de la vida presente, de la vida aquí y ahora. En otras palabras, estas luchas están buscando reconfigurar la unidimensionalidad del tiempo en otra forma de temporalidad.
En teología la esperanza de otra forma de vida es llamada con frecuencia vida eterna o inmortalidad. Pero para Hägglund este deseo de inmortalidad del ser mortal y temporal, que todos nosotros somos, está completamente privado de sentido. Es, a su parecer, un deseo de muerte: “Si estar vivos es ser mortales, se sigue que no ser mortales –ser inmortales– significa estar muertos. Si uno no puede morir, está muerto. Por lo tanto… Dios es la muerte”1. La inmortalidad precisamente para Hägglund no es otra cosa que el deseo de salir del tiempo que nos hace mortales. Por lo que, continúa, la vida debe ser mortal, mientras la inmortalidad es atemporal. Por lo tanto, insiste: “Ser vivos es necesariamente tener una auto-relación y toda auto-relación consiste en la actividad de auto-manutención. Las entidades no vivientes no tienen forma alguna de auto-relación porque no hacen nada para mantener la propia existencia”2. Pero en las religiones abrahámicas el deseo de inmortalidad tradicionalmente no es entendido como deseo de una existencia atemporal. Por el contrario, es explícitamente un deseo de vida que no tiene necesidad de luchar por su supervivencia y por lo tanto no tiene necesidad de asegurar su mantenimiento. En la Ciudad de Dios Agustín describe por ejemplo la demora celeste como un estado en el que el tiempo se ha transformado, pero no ha sido de ningún modo abolido. La vida del resucitado es temporal, pero sus miembros y sus órganos no son más gobernados por un uso necesario, usus necessitatis, puesto que el cuerpo humano ha padecido una forma de revolución biológica a través de la remodulación del continuum espacio-temporal que la resurrección necesariamente implica. El cuerpo mismo está ahora más allá de toda necesidad de reproducción y de trabajo, puesto que el tiempo no es más un tiempo de supervivencia. El tiempo no es más el campo de matanza económico de aquello que Hägglund, con Derrida, llama différance, sino una abundancia sabática que cambia esta vida al punto tal de no tener más necesidad de luchar por su existencia. La vida ha ido más allá de la lucha por la supervivencia y la reducción de la existencia al trabajo, pero no más allá del tiempo y el espacio.
El problema con la perspectiva de Hägglund es que confunde el Sein, aquello que es, con el Sollen, aquello que debería ser, y sobre esto podemos seguir a Hermann Cohen que en Ethik des reinen Willens ha escrito que diferenciando el Sein del Sollen el proyecto crítico de Kant converge con la rica tradición del platonismo: “En este eslogan, Kant está de acuerdo con Platón. Es el camino del idealismo que se libera de la esclavitud de la naturaleza y de la tiranía de la experiencia”3. En su clásico Religion of Reason Out of the Sources of Judaism, Cohen usa la oración para describir un estado tal, liberado de la esclavitud de la naturaleza. En el orar refutamos ser “devorados en el presente sofocante” cultivando “la capacidad de tiempo”4. Aquí Hägglund intervendría para sostener que entonces la oración no puede ser más que un deseo de supervivencia y de cuidado de la vida mortal, puesto que es una anticipación del cambio de vida en el tiempo. Pero si Hägglund tuviese razón cuando dice que “cualquiera que sea el valor que podría ser planteado, se debe afirmar el tiempo de la supervivencia, puesto que sin el tiempo de la supervivencia el valor no podría jamás vivir y ser planteado en primer lugar como valor”, la consecuencia lógica sería sostener que el tiempo puede ser solamente el tiempo homogéneo de la supervivencia.5
Ideas como estas han hecho que el filósofo argentino Fabián Ludueña Romandini haya sostenido que “el ateísmo radical es el cristianismo más adaptado y completo que se pueda concebir, a saber aquel que se ha completamente deconstruido para adaptarse a nuestra época”6. Todavía parece imposible definir el ateísmo de Hägglund como radical. El ateísmo de Hägglund es un ateísmo reparador; una fe laica que buscar defender la vida tal como es; un ateísmo del laissez-faire que quiere mantener la différance, puesto que es sólo en el tiempo que algo puede devenir valorable y la vida no puede más que ser autosuficiente en un mundo en el que el tiempo hace cualquier cosa escasa.
Por el contrario, la inmortalidad implica una visión de la vida como algo abundante. Es cierto, esta visión mítica de la vida como abundante en vez que escasa, puede parecer privada de sentido en un mundo donde todo esto que vive está destinado a morir. ¿Por qué debería importarle a alguien estas fábulas? Una razón importante es que no se debería limitar la esperanza y el deseo a los confines de la vida actual. ¿Por qué no se debería desear algo distinto de esto que somos hoy en esta vida? ¿Por qué deberíamos dejar que sea una naturaleza signada por la muerte la que dicte nuestras esperanzas, plegarias y convicciones? Otra razón es que la esperanza de la inmortalidad pueda corregir nuestra visión de la vida y hacernos entender que la vida eterna no es una esperanza de supervivencia, sino la extraña apuesta por la posibilidad de una justicia y de un cuidado por los muertos –claramente configurada en la antigua idea de la resurrección– que obviamente puede asumir tanto formas laicas como religiosas. La noción de inmortalidad no designa una esperanza de supervivencia, sino sobre todo una apuesta especulativa sobre el hecho de que la vida puede evolucionar más allá de sus confines actuales. La inmortalidad implica que la vida no es jamás idéntica a sí misma, sino una forma de desconexión que trasciende su ser y su facticidad apuntando estáticamente más allá de la vida misma, dando así a los vivos la esperanza de la redención de los muertos. La visión de la vida como supervivencia no puede por lo tanto comprender qué sea la inmortalidad –a saber, la esperanza no en una simple existencia después de la muerte sino en la resurrección de los muertos.
Una esperanza tal puede ciertamente ser secularizada, pero, como ya he dicho, no en tanto supervivencia, y podemos reencontrar aquella que los teólogos llamarían una “parábola laica” de la inmortalidad en los signos y aún más en los suspiros del mundo agonizante de hoy. Debemos precisamente recordar que los signos seculares de la inmortalidad pueden ser primariamente interpretados a través de la soteriología de la muerte y de la mortalidad. Es la finitud de la vida la que hace legítima la inmortalidad como una apuesta sobre esto que podría ser. Pero no necesariamente como esperanza en una existencia atemporal, más bien como esperanza de transformación del tiempo y por lo tanto de resurrección de los muertos. Como ha sostenido Hans Kelsen junto a muchos otros, la inmortalidad no es jamás simplemente una afirmación metafísica sobre el más allá, sino una cuestión de cómo se debería vivir aquí y ahora. Es una cuestión profundamente jurídica, ética y política.
Desde esta perspectiva, se puede decir que esto a lo que asistimos en las protestas de todo el mundo es un tentativo de liberar a la vida de su frágil presente, en otras palabras de su reducción a la supervivencia. Esto no puede ser más que un proceso contradictorio, puesto que debe confrontarse con la fragilidad de nuestra vida. Aún así, de esta yuxtaposición puede implicar el nacimiento de una comprensión de la vida como algo distinto de la supervivencia. En vez de buscar reproducir esta vida podríamos quizás mirar a los signos que indican otra forma de vida, y la ciencia que clásicamente se ocupa de comprender los signos del tiempo es la teología –que un filósofo profundamente antiteológico como Gilles Deleuze ha justamente definido como una “ciencia de entidades inexistentes”– y puede recordarnos que la vida no necesita ser esto que es hoy. Esto que es no debe ser la única cosa real, y esto que puede ser pensado no tiene necesidad de ser gobernado por lo existente, puesto que el ser y el pensamiento superan lo existente.
El poder de la imaginación puede desobedecer a aquellas que quizás falsamente afirman ser las leyes de la naturaleza, y rechazar así seguir la lógica de la irreversibilidad del tiempo, puesto que el pensamiento mismo nos da la posibilidad de dar cuenta de lo no-existente. El pensamiento puede ir más allá de la identificación antropomorfa del ser con los confines y los parámetros de la finitud, también humana, de la vida. Una filosofía que sea fiel sólo a esta vida legitima lo existente y traiciona la radicalidad de aquel pensamiento que se obstina a esperar contra la muerte refutando la eternización de la estructura actual de la vida biológica. Las protestas que vemos en todo el planeta pueden ser los signos que muestran cómo la normalidad de esta vida es la que se ha terminado, y la metafísica de la modernidad ha entrado en una crisis profunda buscando limitar la vida a esto que es ahora, identificando al ser exclusivamente con esto que tiene una existencia frágil temporal y espacial.
Fragmentos de humanidad parecen desear otra forma de existencia, diversa a aquella que es. Parecen desear una vida que no sea simplemente supervivencia. Un anhelo tal no derrotaría a la muerte, pero podría implicar el descubrimiento de la mortalidad del animal humano como un abismo, una forma de oscuridad del pensamiento que no deslegitima la esperanza o la fe en la inmortalidad, pero sobre todo la hace posible, puesto que toda finitud implica un límite y todo límite implica la esperanza de que pueda ser atravesado. ¿Y cuál metafísica sería mejor para un mundo en el que lo humano se encuentra frente al dilema de la extinción, y en el que la muerte está deviniendo un problema político, si no aquella que busca actuar contra un orden en el que el tiempo puede ser entendido sólo como algo que nos lleva a luchar por la supervivencia? Quizás una metafísica del abismo podría devenir influyente en este tiempo que se plantea más allá de la hegemonía, en la que todo límite del pensamiento puede revelarse como un umbral que puede ser superado, antes que un principio estable que busca domesticar y vigilar el intento y el fin del pensamiento.
Mårten Björk
Traducción: Aponiuk Juan Cruz
Fuente: Dello Spirito Libero. Officine Tronti. http://www.dellospiritolibero.it/?p=711
1Martin Hägglund, Radical Atheism: Derrida and the Time of Life (Stanford: Stanford University Press, 2008).8.
2 Martin Hägglund, This Life, 182.
3Hermann Cohen, Ethik des reinen Willens (Berlin: Bruno Cassirer), 13.
4Hermann Cohen, Religion of Reason: Out of the Sources of Judaism, trans. by Simin Kaplan (Atlanta: Scholars Press, 1995), 375.
5Martin Hägglund, Radical Atheism, 164.
6Fabián Ludueña Romandini, La Comunidad de los Espectros 1. Antropotecnia (Buenos Aires: Mino y Dávila, 2010), 178.