Como habíamos previsto, las lecciones universitarias se dictarán a partir del próximo año online. Lo que para un observador atento era evidente, es decir, que dicha pandemia sería usada como pretexto para la difusión cada vez más invasiva de las tecnologías digitales, se ha puntualmente realizado.
No nos interesa aquí la consecuente transformación de la didáctica, en la que el elemento de la presencia física, en todo momento histórico de suma relevancia en la relación entre estudiantes y docentes, desaparece definitivamente, como desaparecen las discusiones colectivas en los seminarios, que eran la parte más viva de la enseñanza. Forma parte de la barbarie tecnológica que estamos viviendo la cancelación de la vida de toda experiencia de los sentidos y la perdida de la mirada, ya hace mucho tiempo encarcelada en una pantalla espectral.
Más decisivo aún en lo que está sucediendo es algo de lo que significativamente no se habla, y, esto es, el fin del estudiantado como forma de vida. Las universidades han nacido en Europa de las asociaciones de estudiantes –universitates– y a estas deben su nombre. Aquella del estudiante era, es decir, sobre todo una forma de vida, en la que era determinante ciertamente el estudio y la escucha de las lecciones, pero no menos importantes eran el encuentro y el asiduo intercambio con otros scholarii, que provenían frecuentemente de los lugares más remotos y se reunían según el lugar de origen en nationes. Esta forma de vida ha evolucionado en modos diversos en el curso de los siglos, pero ha sido constante, desde los clerici vagantes del medioevo a los movimientos estudiantiles del novecientos, la dimensión social del fenómeno. Quien ha enseñado en un aula universitaria sabe bien cómo, por así decir, bajo sus ojos se ligaban amistades y se constituían, según los intereses culturales y políticos, pequeños grupos de estudio y de investigación, que continuaban encontrándose también después de clase.
Todo esto, que había durado por casi diez siglos, ahora termina para siempre. Los estudiantes no vivirán más en la ciudad donde tiene sede la universidad, sino que cada uno escuchará las lecciones encerrado en su habitación, separado a veces por cientos de kilómetros de aquellos que hubieran sido en otro momento sus compañeros. Las pequeñas ciudades, sedes de universidades alguna vez prestigiosas, verán desaparecer de sus calles aquellas comunidades de estudiantes que de ellas constituían con frecuencia la parte más viva.
De todo fenómeno social que muere se puede afirmar en un cierto sentido que merecía su fin y es cierto que nuestras universidades habían llegado a tal punto de corrupción y de ignorancia de especialista que no es posible extrañarlas, y que consecuentemente la forma de vida de los estudiantes se había empobrecido. Dos puntos deben restar firmes:
1. Los profesores que aceptan –como están haciendo en masa– someterse a la nueva dictadura telemática y que sostienen sus cursos solamente on line son el perfecto equivalente de los docentes universitarios que en 1931 juraron fidelidad al régimen fascista. Como sucedió entonces, es probable que sólo 15 cada 1000 lo rechacen, pero ciertamente sus nombres serán recordados junto a aquellos quince docentes que no juraron.
2. Los estudiantes que aman verdaderamente el estudio deberán refutar inscribirse a las universidades así transformadas y, como en su origen, constituirse en nuevas universitates, al interior de las que solamente, de frente a la barbarie tecnológica, podrá restar viva la palabra del pasado y nacer –si nacerá– algo como una nueva cultura.
23 de mayo de 2020
Giorgio Agamben
Traducción: Juan Cruz Aponiuk